--¿Qué resultó del duelo?
--Resultó que mi adversario me desarmó, y luego y después
de darme toda clase de satisfacciones, me
prometió no volver a poner nunca más los pies en mi casa.
--¿Y vos os disteis por satisfecho? --preguntó Moliére.
Al contrario. Recogí mi espada, y le dije a mi adversario que no me había
batido con él porque fuese el
amante de mi mujer, sino porque me habían dicho que debía batirme:
y que como nunca había sido yo tan
dichoso como en aquel tiempo, me hiciese la merced de continuar frecuentando
mi casa, como antes, so
pena de reanudar el duelo. De modo que el teniente se vio obligado a seguir
galanteando a mi mujer, y yo
continué siendo el marido más feliz de la tierra.
Al oír las palabras de La Fontaine, todos se rieron.
En este apareció el obispo de Vannes, con un rollo de planos y pergaminos
debajo del brazo.
Como si el ángel de la muerte hubiese helado aquellas vivas y placenteras
imaginaciones, todo quedó re-
pentinamente envuelto en el más profundo silencio, y cada cual recobró
su impasibilidad y su pluma.
Aramis distribuyó esquelas de convite entre los presentes, y les dio
las gracias en nombre del señor Fou-
quet. Díjoles que retenido el superintendente en su gabinete por el trabajo,
solicitaba de aquellos que le
enviasen algo de su labor del día para hacerle olvidar a él la
fatiga de su trabajo nocturno.
Estas palabras hicieron bajar la frente a todos. Hasta La Fontaine se sentó
a una mesa y empezó a escribir
velozmente. Pelissón puso en limpio su prólogo; Moliere entregó
cincuenta versos calentitos, Loret, su artí-
culo sobre las maravillosas fiestas de que el se hiciera profeta, y Aramis encargado
de recoger el botín co-
mo el rey de las abejas, se volvió a sus habitaciones, silencioso y atareado,
después de haber dicho a los
circunstantes que se preparasen para ponerse en camino el día siguiente
por la tarde.
--En este caso tengo que avisar a los de mi casa. --dijo Moliere.
--¡Ah! es verdad, --repuso Loret sonriéndose, --el pobre Moliere
ama a su mujer.
--Amo, sí, --replicó Moliere sonriéndose de
manera suave y triste, --amo, pero esto no quiere decir
que me amen.
--Pues yo estoy seguro de que me aman en Chateau--Thierry, --dijo La Fontaine.
En esto volvió a entrar Aramis, y preguntó:
--¿Quién se viene conmigo? Voy a decir dos palabras al señor
Fouquet, y dentro de un cuarto de hora
salgo para París. Ofrezco mi carroza.
--Como tengo prisa, acepto, --dijo Moliere.
--Yo como aquí --repuso Lores. --Gourville me ha ofrecido langostines...
¿Habéis oído? ¡Langosti-
nes!... Vaya, La Fontaine, busca una consonante.
Aramis salió en compañía de Moliere como él sabía
hacerlo, y al llegar al pie de la escalera oyó que La
Fontaine entreabría la puerta y decía a voces:
¿Te ha ofrecido langostines?
El se sabrá con qué fines.
Las carcajadas de los epicúreos redoblaron y llegaron hasta los oídos
de Fouquet, en el instante en que
Aramis abría la puerta de su gabinete.
Moliere, se había encargado de ordenar que engancharan, mientras Herblay
iba a ver al superintendente
para ponerse de acuerdo con él.
--¡Cómo ríen arriba! --dijo Fouquet exhalando un suspiro.
--¿Y vos no os reís, monseñor?
--Ya se acabó para mí el reír, señor de Herblay.
--La fiesta se acerca.
--Y el dinero se aleja.
--¿No os he dicho y repetido que eso corría de mi cuenta?
--Me habéis ofrecido millones.
--Estarán en vuestro poder al día siguiente de la entrada del
rey en Vaux.
Fouquet dirigió una escrutadora mirada a Aramis, y se pasó una
helada mano por su humedecida frente.
Aramis comprendió que el superintendente dudaba de él, o conocía
la imposibilidad en que se hallaba de
hacerse con dinero; porque, ¿cómo podía Fouquet suponer
que un pobre obispo, antiguo cura, antiguo mos-
quetero, lo hallase?
--¿Por qué dudáis? --preguntó Aramis. Y al ver que
el superintendente se limitaba a sonreírse y a mover
la cabeza, añadió: --¡Hombre de poca fe!
--Mi querido señor de Herblay, --repuso Fouquet, --si caigo...
--¿Qué?
--A lo menos caeré de tan inmensa altura, que en mi caída me desmenuzaré.
--Y moviendo la cabeza
como para sustraerse a sí mismo, preguntó: --¿De dónde
venís, mi buen amigo?
--De París. --¡Ah!
--De casa de Percerín.
--¿A qué habéis ido a casa de Percerín? Porque supongo
que no dais una importancia tan grande como
eso a los trajes de nuestros poetas.
--Me ha llevado a casa de Percerín el deseo de proporcionar una sorpreesa.
--¡Una sorpresa! ¿Qué es ello?